Una cosa es oír hablar de la Pasión y otra muy distinta vivirla. Os lo decimos nosotros, que llevamos una semana en Jerusalén y lo hemos visto todo. No nos preguntéis cómo llegamos aquí y a esta época. No lo creeríais. Hace diez días estábamos saboreando las vacaciones, ansiando perder de vista a nuestros profesores por algún tiempo. Seguramente ellos también. Con los exámenes aprobados y los padres satisfechos, solo pensábamos cómo aprovechar esa tregua de libertad antes entrar al trimestre que remata el curso. Pero Alguien tenía otro plan para nosotros. La única condición para vivir aquel viaje en el espacio y el tiempo era que nos limitásemos a observar. Y así, camuflados como dos adolescentes más de aquel lugar y aquella época, se nos permitiría movernos sin llamar la atención. Aquello sonaba fantástico. Aceptamos con la osadía de la juventud, sin sospechar lo que supondría en nuestras vidas.
No os vamos a relatar todo lo que vimos. No hay palabras suficientes, ni siquiera en la rica lengua española. Os contaremos el final. Aunque lo conocéis, sabed que fue mucho más emocionante de lo que, al menos nosotros, siempre habíamos pensado.
Dormíamos en la calle. Ya os he dicho que nadie se fijaba en nosotros. Además, no éramos los únicos. Nos despertó el ruido de unos pasos diligentes. Descubrimos tres figuras ya conocidas por nosotros. Sabíamos dónde iban y nos levantamos para seguirlas discretamente. Por fin había amanecido y aquellas mujeres podían dedicarse a embalsamar el Cuerpo de Jesús, operación que había sido aplazada debido al cumplimiento del estricto descanso sabático.
Salomé estaba segura de que María, como madre, desearía estar presente y participar en ello. Por eso, al pasar por delante de la puerta de su casa, se detuvo un instante, dubitativa.
—¿Qué haces? —le recriminó María Magdalena, mirando hacia atrás—. ¡Ya hemos hablado de ello, Salomé! No vamos a molestar a María, bastante ha tenido ya. Nosotras solas nos valemos y sobramos para esta tarea.
—Solo es para saber cómo se encuentra. Me quedaré más tranquila si la saludo aunque solo sea un instante.
María Magdalena y la de Santiago se miraron una a otra y suspiraron, comprendiendo que no era momento de discusiones.
—Conforme, conforme. Golpea la puerta, pero no muy fuerte. Si está despierta, lo oirá y si no, es mejor dejarla dormir.
Salomé picó suavemente en la puerta de la casa, deseando vivamente que esta se abriera.
En efecto, la puerta se abrió en el mismo tiempo que habría tardado si las hubieran estado esperando. Frente a Salomé, apareció el rostro inocente y hermoso de María de Nazaret.
—Buenos días, María. ¿Has... has podido dormir algo?
—Oh, sí, bueno... algo sí.
—Nosotras vamos ahora hacia el sepulcro, ya sabes. No sé si quieres venir.
Las dos Marías mostraron contrariedad en sus rostros. Era inútil advertir algo a Salomé. Siempre se salía con la suya.
—No sabes cuánto te lo agradezco, Salomé, pero creo que no es necesario...
—¡Claro que no es necesario! —cortó María Magdalena—. Nosotras nos encargaremos de todo. Se lo hemos dicho, María, pero no hace caso. Venga, Salomé —La tomó rápidamente por el antebrazo y le obligó a separarse de la puerta—, tenemos cosas en qué pensar. Por ejemplo, a quién pediremos que nos ayude a remover la piedra de la entrada, cómo vamos a convencer a los soldados de Pilatos para que nos dejen entrar, etc. María, hija, descansa. Más tarde pasaremos a verte. Conviene que no estés sola todo el día. Ah, y procura comer algo, querida. Seguro que no has probado bocado desde hace horas y horas.
Se despidieron y María de Nazaret cerró la puerta, desapareciendo en el interior de la casa.
—¡Mira que eres pesada, Salomé! ¿Por qué has tenido que decírselo? ¿No viste cómo estaba, la pobre?
—Sí: risueña.
—¿Qué...?
Sus dos compañeras se detuvieron en seco y miraron a Salomé. Aunque seguía caminando, se había quedado absorta de repente.
—Sois vosotras quienes no la habéis visto bien —insistió, girándose hacia ellas—. Yo estaba más cerca y frente a ella, y al contrario de lo que esperaba, he percibido la felicidad en sus ojos. No me preguntéis por qué. Yo tampoco lo comprendo.
Sus compañeras estaban confusas. No sabían ya qué pensar.
—Estas últimas horas nos han trastornado a todos —dijo finalmente María Magdalena—. Más vale que mantengamos la cabeza fría o acabaremos enfermando.
A la luz de esta conversación, una idea oportunísima y rápidamente puesta en práctica hizo que nos deslizásemos por una ventana que María había dejado abierta y nos acurrucamos en un rincón. Entonces comprobamos que Salomé no se equivocaba.
En cuanto María de Nazaret cerró la puerta, se llevó la mano a los labios, ahogando una carcajada que habría liberado de buena gana, si no hubiera corrido el riesgo de que la oyesen desde fuera.
—Pero, ¿por qué no me has dejado decirles nada? Pobrecillas, se van a encontrar con que no estás allí y se van a llevar un disgusto.
Su Hijo, que escondido tras la puerta, había escuchado todo con atención, también rió.
—No pasa nada. ¿Has visto qué buenas son? No podía quitarles esa ilusión. Además, Gabriel ya está allí esperándolas, preparado para darles la buena noticia. Correrán enseguida a contárselo a todos, aunque solo las creerán Pedro y Juan, que saldrán rápidamente hacia el sepulcro. Por cierto, tengo que visitar a José, el de Arimatea, para darle las gracias por su «hospitalidad». Si no llega a ser por él...
—Ahora que mencionas a Pedro... Verás —María tomó entre las suyas las manos de su Hijo—, estoy preocupada por él. Poco después del juicio vino corriendo y se echó a mis pies, llorando sin parar. Solo decía «¡le he negado, María, le he negado!». Él lloraba y lloraba y yo intenté consolarle, aunque no entendía muy bien qué había pasado. Se fue más sereno, pero aún no estoy tranquila. ¿Qué pasó?
—Un tropezón. Y mira que se lo advertí. Pero como tenía mucho más corazón que cabeza, no quiso creerme.
—¿«Tenía»? —María abrió del todo los ojos, temiendo lo peor.
—Sí, tenía. Porque ahora ya ha aprendido. Tanto, que voy a dejar en sus manos el gobierno de mi Iglesia.
—¿De verdad? Entonces, ¿le perdonas? Díselo cuanto antes, porque no sabes lo apenado que está.
—Lo sé muy bien y así lo haré, Madre —Besó las manos de María—. En esta casa siempre has mandado tú —dijo, esbozando una sonrisa de complicidad.
—¡Ja, ja! Bien sabes que yo siempre he respetado la autoridad de José. Y Tú lo mismo.
—A propósito, ¿sabrás que nos hemos visto?
—¡Oh, no puedo creerlo! ¡Cuéntamelo!
Se sentaron juntos en un rincón de la casa donde tantas veladas habían transcurrido después de la cena, el mismo en el que también Jesús había ido preparando a su Madre para lo que iba a suceder.
—¡Ha sido muy emocionante!
El rostro de Jesús irradiaba felicidad, mientras relataba a María su descenso al seno de Abrahám: cómo tuvo que esforzarse para que José entrase el primero en el Cielo en cuanto se abrieran las puertas...
—¡Me lo imagino! —interrumpió ella, emocionada—. Estaría empeñado en dejar pasar antes a todos los demás. ¡Siempre tan caballero!
—Pero esta vez no podía ser. Todos le abrieron paso sin discusión: profetas, patriarcas, reyes... Una gran fiesta, Madre. Casi como la que tengo preparada para ti cuando llegue el momento.
—¡Oh, Cariño, no será necesario!
—¡Sabía que lo dirías! Sois tal para cual. ¡Ah!, me dio un recado para ti.
—¡Dime!
—Insistió en que te dijera... pero bueno, es algo que tú ya sabes...
—¡Dímelo! —Le dio en el hombro un cariñoso golpecito con la mano—. ¡Ah, te conozco! ¡No me lo quieres decir porque te estás emocionando!
Jesús sonrió: ¡Imposible ocultarle nada a María! Finalmente habló, aunque con un nudo en la garganta:
—Me pidió que te dijera que, mil vidas que hubiese tenido, las habría pasado siempre a tu lado.
Dos gruesos lagrimones cayeron de los ojos de María, cruzando unas mejillas que se habían vuelto repentinamente como la grana. Jesús la rodeó de inmediato con sus brazos, meciéndola con suavidad.
—Es que tiene toda la razón, ¿sabes? Ha merecido tanto la pena...
—¿También estos últimos días?
—Bueno... tengo que reconocer que me ayudó un poco saber que en tres días te iba a volver a ver. Oye, ¿le devolverás a José su mensaje, de mi parte?
—Por supuesto.
Los dos continúan hablando como si llevaran años sin verse. Nosotros nos retiramos sin ruido, pero en cuanto cerramos la puerta corrimos en dirección al sepulcro. Por nada del mundo nos perderíamos los rostros de las mujeres cuando descubrieran lo inesperado para ellas.
Afortunadamente, como llevábamos las manos libres, nos permitimos tomar un atajo algo incómodo por tener que ir apartando ramas continuamente, pero que adelantaba nuestro paso al de las mujeres, que portaban aromas y otros artículos en sus manos.
Alcanzamos antes que ellas el lugar del sepulcro y nos colocamos discretamente detrás de una enorme roca. Gabriel no era visible para nosotros. A fin de cuentas, no éramos los receptores directos del mensaje que debía dar. Sin embargo, percibimos un ambiente especial: la luz brillaba como nunca, pero no incomodaba. Incluso la brisa que nos acariciaba parecía traer consigo una melodía casi imperceptible y a la vez cautivadora. Eran un conjunto de sensaciones que nos mantenían inmóviles, en absoluto silencio y contemplación: estaba claro que Gabriel nos permitía observar, a condición de que no interviniésemos ni nos dejáramos ver. Por supuesto, aceptamos la situación. San Miguel tendrá fama de guerrero, portando siempre su espada en actitud alerta, pero a San Gabriel más vale no hacerle enfadar: todavía recordamos lo sucedido con Zacarías.
Ya se acercan las mujeres. Comenzamos a oír su conversación. Nos miramos conteniendo nuestra risa al reconocer el tema: su preocupación por la piedra. Aguzamos los sentidos para presenciarlo todo sin perder detalle. Cuando vieron a Gabriel, a María se le resbaló el frasco de las manos, que se deshizo en añicos. Si llegan a estar allí los fariseos le habría caído un rapapolvo de abrigo por desperdiciar el producto de esa manera. Ahora no oímos nada. Solo vemos los rostros de las mujeres, que creen con una fe envidiable en las palabras del ángel y, a continuación, salen corriendo por donde han venido.
Un poco decepcionados esta vez, por no habernos enterado de mucho más de lo que siempre hemos leído en las Escrituras, comenzamos a preguntarnos por qué la piedra está corrida. ¿Qué necesidad tenía Jesús resucitado de apartar la piedra para salir? Estuvimos a punto de preguntárselo a Gabriel, pero comprendimos que ya no estaba. Él había ido a informar a las mujeres. Cumplida su misión, se había retirado. De pronto, unas voces muy distintas nos alertaron. Regresamos rápidamente a nuestra posición detrás de la roca:
—¿Cómo pudisteis quedaros dormidos? ¡¿Qué clase de soldados sois?!
—No nos dormimos, señor —respondió ofendido el increpado—. Estábamos perfectamente despiertos y entonces vimos…
—¿Qué visteis? —cortó en seco el doctor de la ley.
El soldado quedó en silencio.
—Vamos, responde. ¿Qué visteis? —volvió a preguntar en tono retador.
El soldado comprendió.
—Nada, señor —respondió claudicando—. No vimos nada.
—Entonces, ¿por qué la piedra está fuera de su sitio?
Nos estiramos para oír la respuesta:
—La retiramos nosotros. Teníamos que saber cómo era posible que…
El doctor de la ley endureció el rostro.
—Quiero decir —se corrigió entonces el soldado— que la retiraron sus secuaces…
—Bien.
—… mientras dormíamos. Pero señor, esta versión…
—Tranquilo. Conozco las consecuencias de dormirse durante la guardia. Nosotros arreglaremos las cosas con el prefecto para que sea indulgente por esta vez.
Dando media vuelta, dejó al soldado. Alcanzamos a oír sus palabras, una vez que se marchó su interlocutor.
—Quería decir que esa versión es más increíble que lo que vimos realmente.
Aún nos quedamos contemplando a distancia a aquel hombre, testigo excepcional que quizá no sea capaz de guardar el secreto impuesto.
© M. Sanz Rioja