"CUANDO LA VERDAD ESTÁ TODAVÍA CALZÁNDOSE LAS BOTAS, LA MENTIRA YA HA DADO LA VUELTA AL MUNDO" (Mark Twain)

domingo, 17 de abril de 2022

Resurrección (Relato breve)


Una cosa es oír hablar de la Pasión y otra muy distinta vivirla. Os lo decimos nosotros, que llevamos una semana en Jerusalén y lo hemos visto todo. No nos preguntéis cómo llegamos aquí y a esta época. No lo creeríais. Hace diez días estábamos saboreando las vacaciones, ansiando perder de vista a nuestros profesores por algún tiempo. Seguramente ellos también. Con los exámenes aprobados y los padres satisfechos, solo pensábamos cómo aprovechar esa tregua de libertad antes entrar al trimestre que remata el curso. Pero Alguien tenía otro plan para nosotros. La única condición para vivir aquel viaje en el espacio y el tiempo era que nos limitásemos a observar. Y así, camuflados como dos adolescentes más de aquel lugar y aquella época, se nos permitiría movernos sin llamar la atención. Aquello sonaba fantástico. Aceptamos con la osadía de la juventud, sin sospechar lo que supondría en nuestras vidas.

No os vamos a relatar todo lo que vimos. No hay palabras suficientes, ni siquiera en la rica lengua española. Os contaremos el final. Aunque lo conocéis, sabed que fue mucho más emocionante de lo que, al menos nosotros, siempre habíamos pensado.

Dormíamos en la calle. Ya os he dicho que nadie se fijaba en nosotros. Además, no éramos los únicos. Nos despertó el ruido de unos pasos diligentes. Descubrimos tres figuras ya conocidas por nosotros. Sabíamos dónde iban y nos levantamos para seguirlas discretamente. Por fin había amanecido y aquellas mujeres podían dedicarse a embalsamar el Cuerpo de Jesús, operación que había sido aplazada debido al cumplimiento del estricto descanso sabático.

Salomé estaba segura de que María, como madre, desearía estar presente y participar en ello. Por eso, al pasar por delante de la puerta de su casa, se detuvo un instante, dubitativa.

—¿Qué haces? —le recriminó María Magdalena, mirando hacia atrás—. ¡Ya hemos hablado de ello, Salomé! No vamos a molestar a María, bastante ha tenido ya. Nosotras solas nos valemos y sobramos para esta tarea.

—Solo es para saber cómo se encuentra. Me quedaré más tranquila si la saludo aunque solo sea un instante.

María Magdalena y la de Santiago se miraron una a otra y suspiraron, comprendiendo que no era momento de discusiones.

—Conforme, conforme. Golpea la puerta, pero no muy fuerte. Si está despierta, lo oirá y si no, es mejor dejarla dormir.

Salomé picó suavemente en la puerta de la casa, deseando vivamente que esta se abriera.

En efecto, la puerta se abrió en el mismo tiempo que habría tardado si las hubieran estado esperando. Frente a Salomé, apareció el rostro inocente y hermoso de María de Nazaret.

—Buenos días, María. ¿Has... has podido dormir algo?

—Oh, sí, bueno... algo sí.

—Nosotras vamos ahora hacia el sepulcro, ya sabes. No sé si quieres venir.

Las dos Marías mostraron contrariedad en sus rostros. Era inútil advertir algo a Salomé. Siempre se salía con la suya.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Salomé, pero creo que no es necesario...

—¡Claro que no es necesario! —cortó María Magdalena—. Nosotras nos encargaremos de todo. Se lo hemos dicho, María, pero no hace caso. Venga, Salomé —La tomó rápidamente por el antebrazo y le obligó a separarse de la puerta—, tenemos cosas en qué pensar. Por ejemplo, a quién pediremos que nos ayude a remover la piedra de la entrada, cómo vamos a convencer a los soldados de Pilatos para que nos dejen entrar, etc. María, hija, descansa. Más tarde pasaremos a verte. Conviene que no estés sola todo el día. Ah, y procura comer algo, querida. Seguro que no has probado bocado desde hace horas y horas.

Se despidieron y María de Nazaret cerró la puerta, desapareciendo en el interior de la casa.

—¡Mira que eres pesada, Salomé! ¿Por qué has tenido que decírselo? ¿No viste cómo estaba, la pobre?

—Sí: risueña.

—¿Qué...?

Sus dos compañeras se detuvieron en seco y miraron a Salomé. Aunque seguía caminando, se había quedado absorta de repente.

—Sois vosotras quienes no la habéis visto bien —insistió, girándose hacia ellas—. Yo estaba más cerca y frente a ella, y al contrario de lo que esperaba, he percibido la felicidad en sus ojos. No me preguntéis por qué. Yo tampoco lo comprendo.

Sus compañeras estaban confusas. No sabían ya qué pensar.

—Estas últimas horas nos han trastornado a todos —dijo finalmente María Magdalena—. Más vale que mantengamos la cabeza fría o acabaremos enfermando.

A la luz de esta conversación, una idea oportunísima y rápidamente puesta en práctica hizo que nos deslizásemos por una ventana que María había dejado abierta y nos acurrucamos en un rincón. Entonces comprobamos que Salomé no se equivocaba.

En cuanto María de Nazaret cerró la puerta, se llevó la mano a los labios, ahogando una carcajada que habría liberado de buena gana, si no hubiera corrido el riesgo de que la oyesen desde fuera.

—Pero, ¿por qué no me has dejado decirles nada? Pobrecillas, se van a encontrar con que no estás allí y se van a llevar un disgusto.

Su Hijo, que escondido tras la puerta, había escuchado todo con atención, también rió.

—No pasa nada. ¿Has visto qué buenas son? No podía quitarles esa ilusión. Además, Gabriel ya está allí esperándolas, preparado para darles la buena noticia. Correrán enseguida a contárselo a todos, aunque solo las creerán Pedro y Juan, que saldrán rápidamente hacia el sepulcro. Por cierto, tengo que visitar a José, el de Arimatea, para darle las gracias por su «hospitalidad». Si no llega a ser por él...

—Ahora que mencionas a Pedro... Verás —María tomó entre las suyas las manos de su Hijo—, estoy preocupada por él. Poco después del juicio vino corriendo y se echó a mis pies, llorando sin parar. Solo decía «¡le he negado, María, le he negado!». Él lloraba y lloraba y yo intenté consolarle, aunque no entendía muy bien qué había pasado. Se fue más sereno, pero aún no estoy tranquila. ¿Qué pasó?

—Un tropezón. Y mira que se lo advertí. Pero como tenía mucho más corazón que cabeza, no quiso creerme.

—¿«Tenía»? —María abrió del todo los ojos, temiendo lo peor.

—Sí, tenía. Porque ahora ya ha aprendido. Tanto, que voy a dejar en sus manos el gobierno de mi Iglesia.

—¿De verdad? Entonces, ¿le perdonas? Díselo cuanto antes, porque no sabes lo apenado que está.

—Lo sé muy bien y así lo haré, Madre —Besó las manos de María—. En esta casa siempre has mandado tú —dijo, esbozando una sonrisa de complicidad.

—¡Ja, ja! Bien sabes que yo siempre he respetado la autoridad de José. Y Tú lo mismo.

—A propósito, ¿sabrás que nos hemos visto?

—¡Oh, no puedo creerlo! ¡Cuéntamelo!

Se sentaron juntos en un rincón de la casa donde tantas veladas habían transcurrido después de la cena, el mismo en el que también Jesús había ido preparando a su Madre para lo que iba a suceder.

—¡Ha sido muy emocionante!

El rostro de Jesús irradiaba felicidad, mientras relataba a María su descenso al seno de Abrahám: cómo tuvo que esforzarse para que José entrase el primero en el Cielo en cuanto se abrieran las puertas...

—¡Me lo imagino! —interrumpió ella, emocionada—. Estaría empeñado en dejar pasar antes a todos los demás. ¡Siempre tan caballero!

—Pero esta vez no podía ser. Todos le abrieron paso sin discusión: profetas, patriarcas, reyes... Una gran fiesta, Madre. Casi como la que tengo preparada para ti cuando llegue el momento.

—¡Oh, Cariño, no será necesario!

—¡Sabía que lo dirías! Sois tal para cual. ¡Ah!, me dio un recado para ti.

—¡Dime!

—Insistió en que te dijera... pero bueno, es algo que tú ya sabes...

—¡Dímelo! —Le dio en el hombro un cariñoso golpecito con la mano—. ¡Ah, te conozco! ¡No me lo quieres decir porque te estás emocionando!

Jesús sonrió: ¡Imposible ocultarle nada a María! Finalmente habló, aunque con un nudo en la garganta:

—Me pidió que te dijera que, mil vidas que hubiese tenido, las habría pasado siempre a tu lado.

Dos gruesos lagrimones cayeron de los ojos de María, cruzando unas mejillas que se habían vuelto repentinamente como la grana. Jesús la rodeó de inmediato con sus brazos, meciéndola con suavidad.

—Es que tiene toda la razón, ¿sabes? Ha merecido tanto la pena...

—¿También estos últimos días?

—Bueno... tengo que reconocer que me ayudó un poco saber que en tres días te iba a volver a ver. Oye, ¿le devolverás a José su mensaje, de mi parte?

—Por supuesto.

Los dos continúan hablando como si llevaran años sin verse. Nosotros nos retiramos sin ruido, pero en cuanto cerramos la puerta corrimos en dirección al sepulcro. Por nada del mundo nos perderíamos los rostros de las mujeres cuando descubrieran lo inesperado para ellas.

Afortunadamente, como llevábamos las manos libres, nos permitimos tomar un atajo algo incómodo por tener que ir apartando ramas continuamente, pero que adelantaba nuestro paso al de las mujeres, que portaban aromas y otros artículos en sus manos.

Alcanzamos antes que ellas el lugar del sepulcro y nos colocamos discretamente detrás de una enorme roca. Gabriel no era visible para nosotros. A fin de cuentas, no éramos los receptores directos del mensaje que debía dar. Sin embargo, percibimos un ambiente especial: la luz brillaba como nunca, pero no incomodaba. Incluso la brisa que nos acariciaba parecía traer consigo una melodía casi imperceptible y a la vez cautivadora. Eran un conjunto de sensaciones que nos mantenían inmóviles, en absoluto silencio y contemplación: estaba claro que Gabriel nos permitía observar, a condición de que no interviniésemos ni nos dejáramos ver. Por supuesto, aceptamos la situación. San Miguel tendrá fama de guerrero, portando siempre su espada en actitud alerta, pero a San Gabriel más vale no hacerle enfadar: todavía recordamos lo sucedido con Zacarías.

Ya se acercan las mujeres. Comenzamos a oír su conversación. Nos miramos conteniendo nuestra risa al reconocer el tema: su preocupación por la piedra. Aguzamos los sentidos para presenciarlo todo sin perder detalle. Cuando vieron a Gabriel, a María se le resbaló el frasco de las manos, que se deshizo en añicos. Si llegan a estar allí los fariseos le habría caído un rapapolvo de abrigo por desperdiciar el producto de esa manera. Ahora no oímos nada. Solo vemos los rostros de las mujeres, que creen con una fe envidiable en las palabras del ángel y, a continuación, salen corriendo por donde han venido.

Un poco decepcionados esta vez, por no habernos enterado de mucho más de lo que siempre hemos leído en las Escrituras, comenzamos a preguntarnos por qué la piedra está corrida. ¿Qué necesidad tenía Jesús resucitado de apartar la piedra para salir? Estuvimos a punto de preguntárselo a Gabriel, pero comprendimos que ya no estaba. Él había ido a informar a las mujeres. Cumplida su misión, se había retirado. De pronto, unas voces muy distintas nos alertaron. Regresamos rápidamente a nuestra posición detrás de la roca:

—¿Cómo pudisteis quedaros dormidos? ¡¿Qué clase de soldados sois?!

—No nos dormimos, señor —respondió ofendido el increpado—. Estábamos perfectamente despiertos y entonces vimos…

—¿Qué visteis? —cortó en seco el doctor de la ley.

El soldado quedó en silencio.

—Vamos, responde. ¿Qué visteis? —volvió a preguntar en tono retador.

El soldado comprendió.

—Nada, señor —respondió claudicando—. No vimos nada.

—Entonces, ¿por qué la piedra está fuera de su sitio?

Nos estiramos para oír la respuesta:

—La retiramos nosotros. Teníamos que saber cómo era posible que…

El doctor de la ley endureció el rostro.

—Quiero decir —se corrigió entonces el soldado— que la retiraron sus secuaces…

—Bien.

—… mientras dormíamos. Pero señor, esta versión…

—Tranquilo. Conozco las consecuencias de dormirse durante la guardia. Nosotros arreglaremos las cosas con el prefecto para que sea indulgente por esta vez.

Dando media vuelta, dejó al soldado. Alcanzamos a oír sus palabras, una vez que se marchó su interlocutor.

—Quería decir que esa versión es más increíble que lo que vimos realmente.

Aún nos quedamos contemplando a distancia a aquel hombre, testigo excepcional que quizá no sea capaz de guardar el secreto impuesto.

© M. Sanz Rioja

martes, 23 de mayo de 2017

Pero lo hizo por el bien de los obreros


Nos cuenta T. Luca de Tena a través de las memorias del Capitán Palacios que la de Stalin fue «la mayor tiranía que recuerdan los siglos». Al cuarto día de la muerte del genocida, «el panorama de la Unión Soviética se transformó. La desaparición del tirano quebró el paisaje político. Malenkof suprimió el terror como base de sustentación del régimen. Como primera medida reconoció un cierto margen de propiedad privada a los campesinos; autorizó a los obreros que eran trasladados de región a llevarse consigo a sus mujeres e hijos, suprimiendo así el crimen de romper, brusca y definitivamente, la relación familiar, como ocurría en tiempos de Stalin; suprimió las exportaciones masivas de bienes de consumo, que favorecían las importaciones de acero a costa del hambre de la población civil; transformó parte de las fábricas dedicadas hasta entonces a la exclusiva producción de material de guerra, destinándolas a la fabricación de motocicletas, bicicletas y aparatos eléctricos o mecánicos de uso doméstico; prohibió los castigos corporales, como las celdas de frío, las camisas “retorcidas” que rompían los dedos de manos y pies, o los brutales monos de goma, que se hinchaban de aire, como un neumático, produciendo tal presión sobre el cuerpo que hacía estallar las venas o quebrar la caja torácica; dictó nuevas normas para la instrucción de expedientes que llevaran anejos la pérdida de libertad y decretó una amplísima amnistía que alcanzó al 50 por 100 de la población civil prisionera.»
Más adelante añade: «Mentiría si no dijera que la sensación de alivio que en el país y, de rechazo, en nosotros mismos produjeron estas medidas fue considerable. Durante semanas y meses, los ríos, las carreteras, las líneas férreas fueron canales de desagüe de la población rusa prisionera. Más de diez millones de hombres y mujeres rusos regresaron a sus hogares alcanzados por la amnistía. Fue un éxodo al revés, una inmigración de fronteras adentro, una fantástica dispersión de los concentrados. Desde Rewda, los españoles presenciamos el paso de trenes y caravanas de camiones repletos de libertos que regresaban de Siberia.»

(T. Luca de Tena: Embajador en el infierno)

lunes, 3 de abril de 2017

En la cuerda floja


Paula se encaminó de su casa hacia el colegio como cualquier día. No piense el lector que ese «como cualquier día» suponía algo sin importancia. Lo habitual, lo de cada jornada, era un ardor de estómago producido por la tremenda angustia de lo inevitable. Aquellos muchachos, malnacidos desgraciados, hacían que cada hora transcurrida en clase supusiera para Paula algo parecido a una ruta agotadora por el desierto sofocante; un cuarto oscuro y sin ventilación en el que había que medir el uso del aire para no malgastarlo; o lo que es peor, una jaula enorme donde debía permanecer conviviendo con un tigre. Y así un día, y otro, y otro.
Pero el acoso no se reducía a las horas de clase. Paula conocía de sobra que los planes contra ella se fraguaban en los pasillos, en las horas de recreo, entre los corrillos aquí y allá.
Su rendimiento había bajado considerablemente desde que comenzó en aquel colegio. Pasaba horas tratando de adivinar cuál sería el siguiente plan de ataque contra ella, cuándo, dónde, quién... Tal ansiedad ocasionaba un desgaste físico e intelectual que estaba minando poco a poco su capacidad mental para desarrollar con normalidad las tareas ordinarias más elementales.
Para colmo de males, aquellos monstruos se las arreglaban con un ingenio envidiable para aparentar inocencia y que en cada uno de sus asaltos la culpa recayese sobre ella, una trampa tan bien hilada que ya le había acarreado varias advertencias por parte del director. Paula no comprendía cómo un hombre de su experiencia podía dejarse engañar por unos macacos de once años.
Pero ellos eran los dueños de la situación y, en caso de peligro, ahí estaban sus papás para protegerlos. Ella, en cambio, no era nadie. Tan solo una profesora sin influencia que podía ser sustituida en cualquier momento por uno de los miles de candidatos que esperaban su oportunidad a las puertas de la oficina de empleo.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Un duro despertar


Mientras atravesaba una sala, se abrió una puerta y, ante mi sorpresa, por ella apareció el camarada Orlov. Por casualidad estaba delante de la sala reservada a los altos jefes del Partido. Orlov me vio y, a pesar de su estado de embriaguez, me reconoció. Tendiendo los brazos hacia mí, me dijo:
—Camarada Kourdakov, ven acá.
No me decidía a entrar. Consideraba que estaría fuera de mi sitio entre los altos jefes de nuestra zona. Orlov me tomó por el brazo y me hizo entrar. Estaban allí unos veinte oficiales superiores alrededor de una gran mesa cargada de manjares y bebidas. Me pareció lógico que estuviesen en un comedor privado, por lo costosos que eran los alimentos y las bebidas que les habían servido: salchichas, caviar y otras viandas, vinos griegos... y un montón de cosas más. El vodka corría como el agua. Yo estaba alucinado. Aquello no era, desde luego, lo que nos habían servido en la otra gran sala del banquete.
Orlov se excusó y salió dando traspiés en busca de un lavabo. Mientras estuvo fuera me puse a observar a mi alrededor. Allí estaban los cargos máximos de la provincia de Kamchatka, todos borrachos. Algunos, borrachos perdidos, con la cabeza apoyada en la mesa. Tres de ellos tenían la cara metida en el plato. Por debajo de la larga mesa, aparecían un par de piernas. Los demás, que no paraban de beber vaso tras vaso, pronto estarían también inconscientes. Había otro hombre tendido a todo lo largo de la mesa, sus brazos y sus pies parecía que estaban mojando en los platos llenos de comida. Lo miré asqueado. Por menos que eso yo había ordenado que se expulsara de la Academia a algunos cadetes. Me hice la siguiente consideración: «La vida de la gente de esta región de la URSS está controlada por estos hombres tan borrachos que no saben ni cómo se llaman». Yo había mirado a estos jefes comunistas como «la crema de la sociedad» y esta «crema de la sociedad» está patas arriba. Un hombre había vomitado sobre su propia ropa. Esta escena increíble me repugnaba enormemente.
Orlov había regresado. Me hizo tomar asiento en la silla al lado de la suya. Como bebía sin respiro y se ponía cada vez más ebrio, la cabeza empezó a vacilarle. De golpe, su rostro se aplastó contra el plato que tenía delante, pero levantó la cabeza y exclamó:
—¡Dame una servilleta!
Se la di y se limpió mal que bien la comida de su frente, de su barbilla y de su nariz. Estaba lleno por todas partes de puré de patatas. Juraba como un carretero. Constituía un espectáculo alucinante. La comida le resbalaba por la cara hasta su chaqueta y sus medallas.
Abrió su uniforme y me mostró una larga cicatriz, de una herida de guerra, diciéndome, a pesar de las vueltas que le daba la cabeza:
—Camarada Kourdakov, ¿ves esto? Ese bastardo de Stalin me lo hizo. Stalin fue quien me envió al frente. Stalin utilizaba nuestros cuerpos como si fueran armas. Stalin me dio esto, y cuando me produce dolores, lo maldigo.
Se puso a lanzar imprecaciones contra Stalin con voz de borracho, y a continuación empezó a maldecir a todos los demás.
—Y dejando a Stalin, ¿quién es ese Breznev? Es un tiralevitas, un parásito adulador que lame las botas de Stalin. Así es como Breznev ha sobrevivido y así es como ha llegado a ser el máximo líder comunista. Lo he oído en el congreso del Partido en Moscú. Lanza balidos como una oveja, bee, bee, bee, una palabra tras otra, como un borrego.
Yo estaba que no quería creer a mis oídos. Orlov no paraba de disparatar, utilizando las expresiones más soeces para describir a su «colega» Breznev. Yo no hacía más que mirar a todos lados para ver si alguien escuchaba esas palabras increíbles. Si alguien las oía, me podía considerar perdido. Pero al parecer nadie oyó nada; había bebido tanto que no tenían conciencia de lo que estaba sucediendo a su lado. El mismo camarada Orlov se encontraba en otro mundo, balbuceando y divagando.
Pero no solo tenía yo que desconfiar de los otros. Si por casualidad Orlov se acordaba más tarde de lo que me había dicho, mi vida no valdría ni un kopec. No podría permitirme dejarme con vida, y con una sola palabra podría reducirme al silencio para siempre. Disponía de ese poder. Lo miré. La cabeza le descansaba sobre la mesa y parecía dormido. De repente se enderezó, levantó el brazo y dijo:
—El comunismo es la peor de las maldiciones que jamás haya caído sobre la humanidad —movió la cabeza como asintiendo y murmuró—: el comunismo es... (lo que dijo fue demasiado brutal y grosero como para poder escribirlo).
Yo estaba petrificado de puro miedo. Orlov gritó, tartamudeando:
—¡Los comunistas no son más que un atajo de sanguijuelas!
Salí a escape de la habitación y regresé a la Academia lo más deprisa que pude. Durante en unos días estuve en un sinvivir.
Antes de conocer a Orlov yo era un sincero y firme creyente en el comunismo. Tenía una fe inconmovible en sus fines y objetivos. Con frecuencia los cadetes más jóvenes me habían preguntado:
—¿Por qué la vida es tan dura en la Unión Soviética?
Yo siempre daba la misma respuesta:
—Es difícil ahora, pero estamos construyendo un mañana mejor.
Y lo creía sinceramente. Había comprobado que existían numerosas contradicciones entre las enseñanzas del comunismo y la realidad, pero estaba persuadido de que se trataba de desviaciones o errores personales y que verdaderamente estábamos en el camino hacia días mejores.
Pero mi encuentro con Orlov en aquella sala llena de personajes importantes del mundo comunista me hizo descubrir la hipocresía de todo aquello. Durante días y días tuve en la cabeza aquella noche con Orlov. «Entonces esto es lo que en realidad son los jefes». Crueles, duros, cínicos, incapaces de creer incluso en el comunismo, con la sola preocupación de encontrar una manera de medrar personalmente.
Yo había observado que los jefes llevaban un tren de vida sin privaciones de ninguna clase, mientras que la vida del pueblo era pobre y dura. Había visto el gran abismo entre las promesas del comunismo y la realidad de la vida del pueblo. Siempre lo había justificado y me había consolado, pensando: «Nos sacrificamos hoy por las victorias del mañana».
Pero ahora había visto aquel espectáculo degradante. Puesto que aquellos hombres no creían en el sistema, sino que lo utilizaban para su provecho personal, yo lo utilizaría también. Si un hombre como Orlov no creía verdaderamente en el comunismo, ¿por qué tendría yo que creer? Si Orlov era lo suficientemente astuto para llegar al primer rango, yo llegaría también. Yo me había formado bajo el sistema desde que tenía seis años y también podría abrirme camino como los demás. Mi idealismo decepcionado murió aquella noche del centésimo aniversario del nacimiento de Lenin, el 22 de abril de 1870.

«¡Adelante! ¡Adelante!». Ese lema que yo había adoptado cuando era un niño en el orfanato, volvió a ser mi divisa. Desde aquel momento solo tenía una meta: llegar a la cumbre. Si tenía que hacer el juego del cinismo y de la crueldad, lo haría. Y lo haría mucho mejor que Orlov y que cualquier otro. Serviría al comunismo, puesto que esa era la única manera de medrar.

(Sergei Koudakov: El esbirro)

sábado, 15 de octubre de 2016

Se me ha caído el mito


A ver, ya sé que las pelis son las pelis; pero es que justo por estos días, para practicar el inglés, estaba viendo a trozos "El premio", protagonizada por Paul Newman. Interpreta a un joven escritor que recibe el Premio Nobel de literatura por su obra El estado imperfecto. En un momento de la película, el Nobel de Física (Edward G. Robinson) le saluda: "Así que es usted el hombre que hace esas maravillas con las palabras". Independientemente de la buena imagen que da Newman de un escritor, si nos fiásemos únicamente por lo visto en "El premio", concluiríamos que los nobeles de Literatura se otorgan por méritos profesionales. Podríamos llegar a admirarlos como una meta deseable, pero inasequible del todo porque, entre otras cosas, hay que escribir como los ángeles.
Pues sí, es inasequible para la mayoría, sin duda. Pero no por lo literario. No dudo que las letras de las canciones que compone Dylan tengan su mérito, pero ¡¿premio Nobel?! ¿Tan mal andamos de escritores que hay que recurrir a un cantautor? Es curioso, ni siquiera el procesador de textos me reconoce la palabra "cantautor"; me la acaba de marcar en rojo. 
A mí se me ha caído el mito; pero debería dar que pensar a muchos, que por leer a Ken Follett, Dan Brown o J. K. Rowling, se tienen por lectores. Esos escritos me recuerdan a los libros de caballerías que criticaba abiertamente Cervantes en el Quijote, y cuyos argumentos el protagonista llegó a creer tan inocentemente que le llevaron a la locura. No, queridos. Esos folletines solo sirven para pasar el rato. Como decía un profesor mío de Literatura del Siglo de Oro, son un montón de páginas que llenan las estanterías del Corte Inglés y a los quince días, como mucho, se venden de oferta en cualquier quiosco.


jueves, 13 de octubre de 2016

Soy un descuido


Hace unos meses me encontraba yo en compañía de unos colegas y vimos pasar una familia con cinco niños. Los comentarios no se hicieron esperar.
- Pero, ¿serán todos suyos?
- Bueno, habrá sido un descuido.
¿Un... "qué"?
Seamos claros. En la actualidad, tener un tercer hijo se llama "descuido". Según esta mentalidad contemporánea, y teniendo en cuenta mi diferencia de edad con respecto a mis hermanos mayores, en lugar de ser la niña que mi padre consiguió tener, yo habría sido degradada a la categoría de "descuido". El contraste es notable. Es más, si me entero de mayor que, en realidad, yo no tenía que haber nacido porque no entraba en los planes, hago el hatillo y me voy debajo de un puente.
Sigo imaginando: no quiero ni pensar si, además, hubiese tenido los típicos hermanos mayores "quedones", bromistas sin gracia, que hay en algunas familias:
- Eh, "descuido", déjame pasar.
- Hola, "descuido". ¿Ya de vuelta? ¿Qué tal el cole?
Una vida complicada, la del "descuido". Sin embargo, parece que es más difícil reconocer que tal vez otros sí son capaces de hacer algo grande o, simplemente, que tal vez piensen de una forma diferente.

martes, 27 de octubre de 2015

Ser militar


Estados Unidos no es España. Un americano de Texas es un americano de Texas. En Estados Unidos, ser militar no es algo que haya que ocultar, más bien todo lo contrario. Estados Unidos ha enviado miles de militares a la muerte para que muchos antimilitaristas europeos de margarita en la solapa puedan tomarse su whisky Jack Daniel’s mientras rajan de los paletos fachas americanos y sus delirios imperiales… esos fachas delirantes y paletos que liberaron por dos veces en 30 años una ridícula y sofisticada Francia con millones de cobardes y un ejercito claudicante de chichinabo… esa Francia de Hollande y de Chirac que celebra Normandía como una victoria de la gloriosa resistencia francesa…

Leído en Fila Siete sobre la película "El francotirador" de Clint Eastwood. Es una de esas cosas que siempre he querido decir, pero para las que no encontraba palabras tan exactas como estas.