Mientras atravesaba una sala, se abrió una puerta y, ante mi
sorpresa, por ella apareció el camarada Orlov. Por casualidad estaba delante de
la sala reservada a los altos jefes del Partido. Orlov me vio y, a pesar de su
estado de embriaguez, me reconoció. Tendiendo los brazos hacia mí, me dijo:
—Camarada Kourdakov, ven acá.
No me decidía a entrar. Consideraba que estaría fuera de mi
sitio entre los altos jefes de nuestra zona. Orlov me tomó por el brazo y me
hizo entrar. Estaban allí unos veinte oficiales superiores alrededor de una
gran mesa cargada de manjares y bebidas. Me pareció lógico que estuviesen en un
comedor privado, por lo costosos que eran los alimentos y las bebidas que les
habían servido: salchichas, caviar y otras viandas, vinos griegos... y un
montón de cosas más. El vodka corría como el agua. Yo estaba alucinado. Aquello
no era, desde luego, lo que nos habían servido en la otra gran sala del
banquete.
Orlov se excusó y salió dando traspiés en busca de un
lavabo. Mientras estuvo fuera me puse a observar a mi alrededor. Allí estaban
los cargos máximos de la provincia de Kamchatka, todos borrachos. Algunos,
borrachos perdidos, con la cabeza apoyada en la mesa. Tres de ellos tenían la
cara metida en el plato. Por debajo de la larga mesa, aparecían un par de
piernas. Los demás, que no paraban de beber vaso tras vaso, pronto estarían
también inconscientes. Había otro hombre tendido a todo lo largo de la mesa,
sus brazos y sus pies parecía que estaban mojando en los platos llenos de
comida. Lo miré asqueado. Por menos que eso yo había ordenado que se expulsara
de la Academia a algunos cadetes. Me hice la siguiente consideración: «La vida
de la gente de esta región de la URSS está controlada por estos hombres tan
borrachos que no saben ni cómo se llaman». Yo había mirado a estos jefes
comunistas como «la crema de la sociedad» y esta «crema de la sociedad» está
patas arriba. Un hombre había vomitado sobre su propia ropa. Esta escena
increíble me repugnaba enormemente.
Orlov había regresado. Me hizo tomar asiento en la silla al
lado de la suya. Como bebía sin respiro y se ponía cada vez más ebrio, la
cabeza empezó a vacilarle. De golpe, su rostro se aplastó contra el plato que
tenía delante, pero levantó la cabeza y exclamó:
—¡Dame una servilleta!
Se la di y se limpió mal que bien la comida de su frente, de
su barbilla y de su nariz. Estaba lleno por todas partes de puré de patatas.
Juraba como un carretero. Constituía un espectáculo alucinante. La comida le
resbalaba por la cara hasta su chaqueta y sus medallas.
Abrió su uniforme y me mostró una larga cicatriz, de una
herida de guerra, diciéndome, a pesar de las vueltas que le daba la cabeza:
—Camarada Kourdakov, ¿ves esto? Ese bastardo de Stalin me lo
hizo. Stalin fue quien me envió al frente. Stalin utilizaba nuestros cuerpos
como si fueran armas. Stalin me dio esto, y cuando me produce dolores, lo
maldigo.
Se puso a lanzar imprecaciones contra Stalin con voz de
borracho, y a continuación empezó a maldecir a todos los demás.
—Y dejando a Stalin, ¿quién es ese Breznev? Es un
tiralevitas, un parásito adulador que lame las botas de Stalin. Así es como
Breznev ha sobrevivido y así es como ha llegado a ser el máximo líder
comunista. Lo he oído en el congreso del Partido en Moscú. Lanza balidos como
una oveja, bee, bee, bee, una palabra tras otra, como un borrego.
Yo estaba que no quería creer a mis oídos. Orlov no paraba
de disparatar, utilizando las expresiones más soeces para describir a su
«colega» Breznev. Yo no hacía más que mirar a todos lados para ver si alguien
escuchaba esas palabras increíbles. Si alguien las oía, me podía considerar
perdido. Pero al parecer nadie oyó nada; había bebido tanto que no tenían
conciencia de lo que estaba sucediendo a su lado. El mismo camarada Orlov se
encontraba en otro mundo, balbuceando y divagando.
Pero no solo tenía yo que desconfiar de los otros. Si por
casualidad Orlov se acordaba más tarde de lo que me había dicho, mi vida no
valdría ni un kopec. No podría permitirme dejarme con vida, y con una sola
palabra podría reducirme al silencio para siempre. Disponía de ese poder. Lo
miré. La cabeza le descansaba sobre la mesa y parecía dormido. De repente se
enderezó, levantó el brazo y dijo:
—El comunismo es la peor de las maldiciones que jamás haya
caído sobre la humanidad —movió la cabeza como asintiendo y murmuró—: el
comunismo es... (lo que dijo fue demasiado brutal y grosero como para poder
escribirlo).
Yo estaba petrificado de puro miedo. Orlov gritó,
tartamudeando:
—¡Los comunistas no son más que un atajo de sanguijuelas!
Salí a escape de la habitación y regresé a la Academia lo
más deprisa que pude. Durante en unos días estuve en un sinvivir.
Antes de conocer a Orlov yo era un sincero y firme creyente
en el comunismo. Tenía una fe inconmovible en sus fines y objetivos. Con
frecuencia los cadetes más jóvenes me habían preguntado:
—¿Por qué la vida es tan dura en la Unión Soviética?
Yo siempre daba la misma respuesta:
—Es difícil ahora, pero estamos construyendo un mañana
mejor.
Y lo creía sinceramente. Había comprobado que existían
numerosas contradicciones entre las enseñanzas del comunismo y la realidad,
pero estaba persuadido de que se trataba de desviaciones o errores personales y
que verdaderamente estábamos en el camino hacia días mejores.
Pero mi encuentro con Orlov en aquella sala llena de
personajes importantes del mundo comunista me hizo descubrir la hipocresía de
todo aquello. Durante días y días tuve en la cabeza aquella noche con Orlov.
«Entonces esto es lo que en realidad son los jefes». Crueles, duros, cínicos,
incapaces de creer incluso en el comunismo, con la sola preocupación de
encontrar una manera de medrar personalmente.
Yo había observado que los jefes llevaban un tren de vida
sin privaciones de ninguna clase, mientras que la vida del pueblo era pobre y
dura. Había visto el gran abismo entre las promesas del comunismo y la realidad
de la vida del pueblo. Siempre lo había justificado y me había consolado,
pensando: «Nos sacrificamos hoy por las victorias del mañana».
Pero ahora había visto aquel espectáculo degradante. Puesto
que aquellos hombres no creían en el sistema, sino que lo utilizaban para su
provecho personal, yo lo utilizaría también. Si un hombre como Orlov no creía
verdaderamente en el comunismo, ¿por qué tendría yo que creer? Si Orlov era lo suficientemente
astuto para llegar al primer rango, yo llegaría también. Yo me había formado
bajo el sistema desde que tenía seis años y también podría abrirme camino como
los demás. Mi idealismo decepcionado murió aquella noche del centésimo
aniversario del nacimiento de Lenin, el 22 de abril de 1870.
«¡Adelante! ¡Adelante!». Ese lema que yo había adoptado
cuando era un niño en el orfanato, volvió a ser mi divisa. Desde aquel momento
solo tenía una meta: llegar a la cumbre. Si tenía que hacer el juego del cinismo
y de la crueldad, lo haría. Y lo haría mucho mejor que Orlov y que cualquier
otro. Serviría al comunismo, puesto que esa era la única manera de medrar.
(Sergei Koudakov: El esbirro)