Hoy iba a misa perdiendo las botas. Creía que era más tarde, pero todavía quedaban más de 5 minutos. El caso es que al llegar a San Pablo (véase la joya arquitectónica), pasaba por allí un minigrupo de turistas, formado por dos chicas y un chaval de unos siete años. La conversación fue la siguiente cuando rocé su espacio vital:
- ¡Menuda fachada! -dijo una de las chicas. Se refería a la iglesia, naturalmente, no a mí.
- ¿Y para qué son las misas? -pregunta el enano, al ver a los que íbamos entrando.
- Pues para rezar. -le respondió la otra.
- Pues vaya rollo. Yo no iré a misa nunca.
Reconozco que con un nivel medio-bajo de instrucción doctrinal, como el que parecía tener la chica, yo no habría sabido ni decirle eso al chaval. Por lo tanto, me sorprendió la capacidad de improvisación de la chica ante una pregunta que, de suyo, era complicada, a la par que interesante. Porque no dijo "qué es una misa", sino "para qué sirve". Toma ya. Ponte a pensar.
Y yo me puse a pensar. "Para qué"... Y pensando vino la respuesta:
- En primer lugar, para librarte a ti y al resto de la humanidad de una condenación eterna que ya estaba firmada y sellada. ¡Glub!
- En segundo lugar, para pedir a Dios todo tipo de gracias por intercesión de Jesucristo, que es Quien realmente está dando el callo (con perdón) en la misa, mientras nosotros cambiamos de pie cada medio minuto.
- En tercer lugar, para darle gracias, cosa muy cortés cuando uno recibe algo.
- Y en cuarto lugar, para adorarle como Dios. Que no pasa ná por esto último.
Sigo pensando que la pregunta del chico no era fácil, como para responderle en dos palabras.
Por cierto, me vino de perlas pararme a pensar todo esto en los 5 minutos previos que quedaban para la misa. A veces hay que hacerlo.