En el transporte público colectivo (el bus urbano) puede suceder cualquier cosa. Uno tiene oportunidad de observar con detenimiento y de cerca lo distintos que somos. Hay costumbres, caracteres, aspectos, etc, para todos los gustos, y a veces disgustos.
Me encontraba aguardando pacientemente mi número 3, cuando vi acercarse a brincos a una niña de unos cuatro años, seguida muy de cerca por una chavala que no superaba los 18. Estoy acostumbrada a ver grandes diferencias de edad entre hermanos mayores y pequeños, así que el asunto no me llamó la mínima atención. La niña se revolvía inquieta de un lado a otro, bajo la atenta supervisión de su mayor.
"¡Mamá...!", dijo, de pronto, y continuó hablando, pero ya no escuché más.
Desde entonces toda mi atención se centró en mamá. Pensaba que a sus dieciocho años tendría ya acumuladas muchas horas de vigilia nocturna, de lucha para hacer tomar algún jarabe terrorífico, planes personales continuamente pospuestos en favor de quien probablemente más quería, sacrificio económico...
Su mirada serena me serenó a mí. Porque no estaba rabiosa, ni agotada; había asumido su papel con gran personalidad. Independientemente de su vida anterior, ahora tenía encomendada una tarea importantísima, para la cual era insustituible.
Continué observándola ya dentro del autobús hasta que en la parada siguiente irrumpieron varios chicos y chicas de su edad. Se dirigían a su punto de encuentro en la movida. Ofrecían un contraste sobrecogedor, junto a aquella otra joven, mil veces más madura que ellos, que les miraba con cierta nostalgia, pero sin perder de vista aquel tesoro que tenía sobre sus rodillas.