Había mirado el reloj con mucha frecuencia. No quería sobrepasar el tiempo de estacionamiento, que cumplía a las 5,30. A esa hora salí de la estancia. El edificio era grande y alguien me entretuvo un instante en el pasillo. La espera del ascensor me llevó unos dos minutos. Serían las 5,37 cuando alcancé la calle y me dirigí al coche estacionado cerca. El vigilante, alias "el gusano" (los llaman así porque hay uno en cada manzana), venía en sentido contrario al mío. "No vendrás de ponerme una receta", temí. Sólo son 5 minutos largos de retraso. Al llegar a la altura del coche, mis temores se vieron confirmados. Como en mi cabeza no cabían todos los improperios que se me ocurrían, algunos salieron fuera para dejar espacio a sus compañeros.
Miré alrededor y el gusano había huído vilmente. Cuando le di alcance habían pasado más minutos.
- A ver, ¿cómo se anula esto? - espeté secamente, con el papel acusador en la mano.- ¡Maldita sea, tío, son 10 MI-NU-TOS! ¡Podías haber tenido un poco de cintura, ¿no?!
- No, no, son veinte minutos, no diez.
- ¡Son diez! ¡Lo puse hasta las 5,30!
- No, está puesto hasta las 5,20. Pero si quieres, vamos a verlo. No hay nada más fácil.
- ¡Pues vamos a verlo!
Sabía que tenía perdida la partida. Era más que probable que me hubiera confundido yo. Al fin y al cabo, era un chaval joven, sin vista cansada, sin nada que hacer aparte de ver tiquets uno detrás de otro toda la tarde. Pero no me podía creer que me hubiera confundido en una cosa tan absurda. Y lo que es más importante: acababan de echarme un revido ("si quieres vamos a verlo") y no podía sino responder con órdago ("pues vamos a verlo").
Es fácil imaginar el final de la historia. El chico hacía su trabajo. Seguramente tendrá que enfrentarse a veces con tipos cuyo coche más valdría no haber visto en la vida.
Y yo me fijaré con más atención en la hora de los tiquets.