- ¿Dónde me siento? ¡¿Dónde me siento?! ¡¿DÓNDE ME SIENTOOOOOO?!!
Las voces provenían de un energúmeno en miniatura, cinco años como máximo, que acababa de subir al autobús en compañía de su abuela y su madre. Al ver que no había asiento para él, ni para nadie más, dejó salir a voces su desesperación, con un pataleo como acompañamiento.
Su abuela le indicó el único asiento libre, de espaldas al conductor, pero él lo rechazó enérgicamente, dando un manotazo rabioso.
- ¡No!
La madre terminó de pagar al conductor y se acercó a su pequeño monstruo. Consiguió que se sentara donde su abuela le había indicado y el autobús recobró la tranquilidad.
Me pregunto si al bajar, o al llegar a casa, la madre se encargaría además de aleccionar a su hijo sobre la conveniencia de conformarse con lo que a uno le dan, cuando no hay otra cosa. No es un plato de gusto, ciertamente, pero son esas pequeñas batallas las que conviene ir ganando, porque librarlas a los dieciocho años será aún más difícil, incluso puede que demasiado tarde.