Los protagonistas de esta entrada no se enterarán jamás que he hablado de ellos. Se trata de un matrimonio maduro que vive cerca de mi casa, clientes de la misma panadería que nosotros; de esos que, cuando el sacerdote dijo en la ceremonia "en la salud y en la enfermedad", se lo tomaron en serio.
Hace un par de años, el marido sufrió un ictus o algo parecido. La consecuencia ha sido lo que podríamos llamar una minusvalía mental, que le hace comportarse con la inocencia de un niño de cinco años. Miguel, el panadero, soporta con paciencia profesional la conversación del hombre. Concha, su mujer, pasa junto a él la mayor parte del tiempo, ya que no puede quedarse solo.
- Concha, Concha, vamos a casa. Concha, vamos a casa. Vamos, Concha, a casa. Venga. A casa. Concha, a casa.
- ¡Ya voy, hijo! ¿No ves que tenemos que terminar de hacer la compra? Anda, calla un poquito.
- Sí, ya me callo, me callo, sí, me callo. Concha, vamos a casa...
Etc. Otro día:
- ¡Panadero! ¡Está ahí la policía! Panadero, la policía, ¿has visto? ¡Está ahí la policía!
- Bueeeno, tranquilo, que no pasa nada. Déjales que hagan su trabajo, que no va con nosotros.
- La policía, la policía...
Y Concha explica:
- Es que cuando se puso malo y le llevaba la ambulancia al hospital, iba la policía delante abriendo paso. Desde entonces, se pone muy nervioso cuando oye bocinas o ve a la policía.
- Concha, vamos a casa...
- Ay, hijos, no sabéis lo que es esto... - susurró Concha en voz baja a los presentes.
El pasado 14 de febrero, Miguel le preguntó en broma:
- ¿Y tú qué? ¿Tienes novia?
- No. Yo tengo a Concha, mi mujer.
- ¿Y ya sabes qué le vas a regalar?
- Sí. ¡Una flor! Porque es mi mujer y la quiero mucho. Y estamos casados por la Iglesia. ¡Y yo a Concha la quiero mucho!
Y Concha, a su lado como siempre, sonreía más ruborizada que un tomate.