
Pero no. El maldito me recordaba su presencia cada vez que iba a barrer debajo de la cama. Sácalo, ponlo en otro sitio, vuelve a meterlo... Ay, qué agonía. Debería deshacerme de él, pero, ¿cómo? Empezaba a pensar seriamente en la posibilidad de descubrirlo, así al menos acabaría todo. Acarrear con las consecuencias quizá fuera más llevadero y luego, ¡vía libre!
¡No, no! Vamos a seguir ocultándolo por un tiempo, quizá se me ocurra algo. Tiene que haber otra solución. Mientras tanto... no sé, voy a cambiarlo de sitio, lo meto en un cajón y así no lo tengo que mover cada vez que limpie la habitación. ¡Aumpf! ¡Adentro! Cajón cerrado, asunto arreglado.
Pasó más tiempo, y era como si el problema hubiera desaparecido, incluso el muerto parecía que ya no estaba. No lo veía, no lo sentía. Tanto me olvidé, que un día voy a abrir un cajón para coger un jersey y ¡maldita sea, este muerto de...! Allí lo había dejado y allí seguía, recordándome que tenía que tomar una decisión. Mientras tanto, hiciera lo que hiciera y más tarde o más temprano, el muerto saldría de nuevo a flote.
Me desperté, suspiré y no lo di más importancia. No tenía ningún muerto que esconder, qué alivio.
Maldita concienc... digo, ¡maldito muerto!