No me digáis que no fue una tortura. Al son de las campanadas de año nuevo, a varios grados bajo cero, Anne Igartiburu tenía que lucir un modelo tan escaso como si de niña pobre de cuento se tratara. En mi familia surgió el debate. "Están en una cabina, con calefacción, ¿cómo van a estar fuera?" "Pues estando; si les sale vaho por la boca, ¿no ves?" Etc.
Ya había sucedido otros años: Ana Obregón no disimulaba el lógico estremecimiento que provoca la rasca a esas horas con un vestido hecho para galas interiores. Evidentemente, Ana y Anne, o Anne y Ana tienen estilos distintos. La Obregón bromea, se estremece y, valga la redundancia, se queda tan fresca. A Igartiburu, su decoro y gran profesionalidad frente a la cámara (hay que reconocerlo), le impiden mostrar ni por asomo un átomo de frío que le haría perder la compostura ante el público. Ahí permanecía, estoicamente, firme y estirada, casi diría que desafiante, y sin perder su sonrisa de oreja a oreja, con total dominio de su cuerpo. Ni un ápice de tiritona, es que ni piel de gallina. Mientras tanto, Antonio Garrido, a su lado y enfundado en smoking, se frotaba las manos con ansiedad.
En fin, no sé de quién depende lo del vestuario de los presentadores. Pero me da que, visto lo visto, quienes deciden no son los que van a padecer las consecuencias. Desconozco si Anne tenía posibilidad de protestar ante semejante despropósito, o se vio obligada a desvestir así por imperativo laboral.
De cualquier modo, ríase usted de las condiciones de las cárceles siberianas. Hoy me raspa la garganta al tragar y seguro que es por haberla visto a ella.