Hay quien decía: "me encantan los días de lluvia porque la gente no se entera de nada". Una gran verdad. Solemos andar encogidos, aunque llevemos paraguas, tal vez mirando al suelo. Y más nos vale hacerlo, si la acera está forrada de baldosines, siempre mal colocados, desprendidos de su hueco, lleno de agua, que se venga de quien lo pisa sacudiéndole una jarreada de agua hacia arriba, condenándole a permanecer con los pies mojados durante el resto de la mañana. Todo ello es compatible, por supuesto, con echar una mirada de vez en cuando hacia el frente, ya que es más que probable que alguien más que nosotros circule por la calle en ese mismo momento y haya que compartir el escaso espacio vital que proporciona la acera.
Atascos de circulación, autobuses abarrotados y escasos de aire, vehículos desaprensivos que salpican a los encogidos viandantes, forman parte de un día de lluvia prototipo. Inevitable.
Pero hay un curioso caso que sieeempre se produce: el de la señora, porque casi siempre son señoras, que al cruzarse con alguien, golpea con su paraguas (sin querer, por supuesto) a ese alguien en pleno rostro, dejándolo sin capacidad de reacción. Si la víctima tiene la osadía de protestar, la culpable, lejos de reconocer su error y pedir disculpas, sonríe displicentemente; y, dirigiéndose al primero que encuentra, pidiendo su aprobación, suelta: "Que le he dado, dice..."
Señora, que no se lleva mi ojo colgando del paraguas de puro milagro, oiga. No me fastidie... Incluso como recurso de disimulo resulta pobre, qué quiere que le diga.
Me recuerdan a los tipos (porque en este caso suelen ser tipos) que cruzan en rojo sin ver el vehículo que se aproxima. Al darse cuenta de la situación intenta quedar bien cometiendo una segunda patochada: no acelera para nada el paso y, si el conductor le propina un bocinazo, le saluda con arrogancia. Si es que lo tenía controlado, hombre, que no os enteráis.
Hoy, en un momento de descanso de la lluvia, decidí ir caminando al trabajo. A mitad de camino comenzó a llover de nuevo. Una paisana que salía del "super" disparó su paraguas automático sin mirar previamente alrededor. Me doblegué para evitar el impacto:
- ¡Jolín, señora!
- ¡Huy!, perdona, hija.
¡Ahí va, qué sorpresa!, una reacción educada. Casi no me lo podía creer.
Habría hecho bien: al separarme unos metros de ella, oí con nitidez:
- Pues hijo, ni siquiera la he dado.
¡Vaya por Dios, qué mala suerte, la mujer! Ni siquiera me ha dado.